domingo, 29 de noviembre de 2009

Desde el andén


Un halo de misterio rodeaba toda la casa, una brisa fría la recorría invadiendo hasta el último de sus oscuros rincones haciendo olas en las cerradas cortinas que no dejaban pasar apenas luz al interior. Allí estaba él, sentado en un sillón, solo, en silencio, pensando en ella como cada día.
Hacía mucho tiempo que ella se había ido y el sabía que se había ido para siempre, pero cada tarde pasaba horas y horas sentado en aquel sofá, en aquella habitación oscura deseando que volver a tocar su pelo, a oler su fina piel, en besar sus bellos labios...
Hay trenes que solo pasan una vez en la vida y él sabía que el suyo hacía tiempo que había dejado su estación en un viaje sin retorno, un viaje al que él no se quiso sumar cegado por el miedo, por la carga de una vida que no le enseñó algunas cosas útiles para una vida plena si no solo las imprescindibles para vivir, o mejor dicho, para sobrevivir...
Un sofá como estación, un tren como sueño y un reloj roto como corazón; esa era su triste vida.
Aquel tren había pasado, la estación estaba vacía, triste, pero no muerta. Allí seguía él, esperando que un tren volviera a iluminar aquella estación y que alguien bajara de él con las herramientas que volvieran a poner aquel reloj en marcha.
O mejor aún, un día se levantaría, abriría las cortinas, las ventanas y sacaría la cabeza al exterior, volvería a disfrutar del viento, del olor de la hierba del jardín y de la preciosa vista de la avenida. Aquello abriría las puertas de la estación de nuevo, levantaría las barreras que impedían a la gente entrar a ella y el sonido de un otro tren haría vibrar sus vías.
Esta vez estaría preparado, ésta vez no dejaría pasar el tren.

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